En la vida siempre pasan cosas, unas buenas, otras malas, algunas regulares, pero continuamente hay movimiento. En este ir y venir de situaciones, de emociones y vivencias llega un momento en el que hay que saber parar hacer un alto (tranquilo que si no lo hace tú, la vida misma te detiene, tarde o temprano). Soltar, aceptar, perdonar, vaciar para que lo nuevo pueda llegar.
Y de pronto llegas a ese punto en el que dices: “¡Me rindo!” y sí..
¡Me rindo, basta de pelear conmigo misma! Necesito vaciarme, sacar de mi corazón el enojo, la frustración, la decepción. Acepto que me equivoqué, que tomé una mala decisión.
Me rindo a dejar de buscar la aceptación afuera porque ella vive en algún lugar dentro de mí. Le digo adiós al miedo y a todas las historias “terroríficas” que solo existen en mi cabeza.
Me rindo y suelto la rigidez y el orgullo para encontrar en mi ser con humildad la flexibilidad y el amor que necesito para continuar. Me despido de todo aquello que he ido acumulando en mi cuerpo para protegerme. Estoy a salvo, no necesito cuidarme de nadie más, solo atender al llamado desesperado que mi ser.
¡Me rindo una y otra vez! No por ello soy cobarde todo lo contrario.
Despido a la tristeza, al odio y al dolor para hacerle espacio a la alegría, al amor y sanar.
Me rindo para transitar por un mar de emociones y encontrar la libertad.
Acepto que lo que pasó, pasó.
Lloro, grito y vuelvo a llorar con el afán de que la casa quede vacía y limpia.
Me rindo porque quiero volver a sonreír, a ser feliz, porque anhelo conectar con tu mirada, acariciar corazones; me rindo porque merezco tener una vida digna, plena, saludable, porque aún tengo muchos sueños que realizar. Acepto que estoy donde estoy, sin fuerzas, vaciándome para poder recargar la batería y volver a empezar.
Acepto, suelto, fluyo.
¡Me rindo, porque después de todo no tiene sentido oponer resistencia a lo que ya fue!