Qué más quisiéramos que todos los finales fueran felices y para siempre, sin embargo a veces no es posible.
A veces la convivencia diaria, los problemas, los diferentes puntos de vista, los viajes, el exceso ola falta de trabajo, la economía familiar, una mala comunicación, entre muchas otras circunstancias hacen que dos corazones que estaban juntos y se amaban se vayan separando poco a poco.
Ese alejamiento hace que la relación se vuelva monótona, distante, quizá amable, pero sin chispa. Quizá sea el momento de ponerse en acción para salvar la relación, quizá una terapia de pareja, tal vez poner ambos de su parte, a lo mejor recurrir al romanticismo y los detalles para volverse a enamorar… ¿Y si nada funciona? La separación.
Pero… El divorcio cuesta; no queremos lastimar a los niños. ¿Será que debemos continuar juntos? Te preguntas.
Entonces llega el recordatorio: Viniste a esta vida para ser feliz, para disfrutar, para vivir en plenitud. Quedarte en una relación que ya no funciona por tus hijos es solo un pretexto. Los niños necesitan padres felices, un hogar donde reine la armonía, el ejemplo de unos progenitores que se aman, se procuran, se respetan, no ver a dos adultos que a penas se dirigen la palabra, que se evaden, que están tristes o enojados la mayor parte del tiempo.
Muchas veces divorciarse es la mejor opción para todos, una nueva oportunidad para volver a amar, empezando por ti mismo, la posibilidad de elegir nuevamente ser feliz y enseñar a tus hijos a serlo.
¡Ojo! No estoy diciendo que a la primera de cambios salgas huyendo o como muchos piensan hoy en día: nos casamos y si no funciona nos separamos.
Estar en una relación implica responsabilidad y compromiso, contigo mismo y con tu pareja.
No te niegues el derecho de ser feliz, a sonreír como solo tú sabes hacerlo, a vivir en plenitud y regalar ese ejemplo a tus hijos.